Núm. 3 (2): Tendencias en la política de evaluación del sistema educativo. Julio-diciembre 2011
Educación y evaluación han ido siempre de la mano, pero en nuestra época se ha ido produciendo poco a poco una revolución silenciosa en todos los rubros relevantes: quién evalúa, cómo evalúa, a quién evalúa. De ahí la enorme importancia que el tema de la evaluación tiene para la investigación educativa actual.
Tradicionalmente eran los maestros quienes evaluaban a sus alumnos, para lo cual habían sido ellos previamente evaluados por sus maestros, y así sucesivamente en una cadena cuyo inicio puede fijarse sea histórica o míticamente. Una vez extendido el grado, establecidas las credenciales y otorgado el cargo de maestro, sólo él decidía cómo evaluar a sus alumnos. Se establecieron en su momento ciertos controles sobre el contenido de los programas, pero en último término era cada vez el maestro quien decidía si el alumno había aprendido lo que se supone que el maestro le había enseñado de acuerdo con el programa. Hoy día eso ha cambiado y está cambiando cada vez más. El cambio se ha producido en tres direcciones.
Por un lado, hemos aprendido que es necesario evaluar a los alumnos más allá de lo que sus maestros lo hacen. Hoy día el maestro ya no es dueño y soberano de decidir si un alumno sabe o no sabe lo que se supone que debería saber. Existen procedimientos y comisiones de evaluación para verificar si los alumnos han aprendido lo que deberían haber aprendido. Esto es de particular importancia en vista de la heterogeneidad (social, económica, cultural, lingüística, cognitiva) de los estudiantes.
Por otro lado, hemos aprendido que es necesario evaluar a los maestros mismos. Por muchas razones de entre las cuales basta mencionar el hecho de que vivimos en una sociedad más dinámica que la de nuestros abuelos, una sociedad en la que los conocimientos y los métodos para adquirirlos cambian muy rápidamente, nos hemos convencido de que un maestro certificado podría muy buen después de un tiempo más o menos breve perder las competencias adquiridas. Así hemos empezado a instituir métodos para evaluar a los maestros.
Finalmente, hemos aprendido que cada programa, cada intervención, cada método es en principio solamente una promesa de éxito, y que debemos contrastar la promesa con el resultado efectivo. Esto es especialmente importante en vista de que, gracias a los resultados de las evaluaciones que hemos descrito en los dos párrafos anteriores, nos hemos visto forzados en muchos casos a reconocer que ni los estudiantes aprenden ni los maestros enseñan lo que deberían.
A pesar de que esta revolución silenciosa afecta ocasionalmente intereses creados, la consideración tranquila y serena de sus razones debe llevarnos a abrazarla. Podremos en algún caso particular oponernos a una cierta manera de evaluar, pero nunca a la necesidad de hacerlo; podremos, por ejemplo, pensar que ni estudiantes ni maestros ni métodos son iguales, y que, si se trata de evaluar, debemos considerar siempre las diferencias. Lo que no podemos hacer es rechazar sin más la evaluación. En efecto, sin evaluación oportuna y constante, la educación literalmente no tiene ningún valor.